Hace un año y medio, en un artículo semanal dedicado a los árboles, entre otras cosas decíamos:

    “En otros casos, cuando queremos plantar los árboles para combatir la dureza visual del hormigón y el asfalto de las ciudades, nos olvidamos que son seres vivos, y los maltratamos plantándolos en situaciones extremas, sin tener en cuenta que la luz del sol, necesaria para ejercer su función principal, la clorofílica, la que nos enseñaron en el colegio que tomaba el veneno del aire, el CO2, y trasformaba el carbono en madera y desprendía el oxigeno purificando al aire que respiramos, le diera a lo largo del día desde los cuatro puntos cardinales. Esto tan simple de tener en cuenta se obvia, plantando a los árboles próximos a las edificaciones, que con su sombra, durante muchas horas del día, obliga a su tronco, inclinándose, a conducir las terminales de sus ramas a buscar la luz, consiguiendo con ello la pérdida de su verticalidad, y su total deformidad como individuo. Esta deformidad es fácilmente visible en todas las calles cuyo eje es Norte-Sur, con edificios de seis o más plantas, dando lugar a generar un porte excesivamente inclinado, sacando al árbol de la línea vertical de su geotropismo natural, y facilitando su deformidad el ataque de plagas y enfermedades. Parece inaudito que esto suceda, cuando tanta sensibilidad hay hacia otros seres vivos, y tan poca hacia los árboles que no gozan de la posibilidad de moverse, por lo que si se dice que amamos a los árboles, debemos ser responsables de plantarlos solo donde puedan vegetar adecuadamente. Presumimos de llenar nuestras ciudades de árboles, y nada nos importa las pésimas condiciones de vida a las que les sometemos.”

Un agente de la Policía junto al lugar
del fatal accidente. J.J.GUILLEN

    Lo anterior viene a cuento, como apoyo a los criterios que vamos a exponer para justificar el accidente absurdo ocurrido en el Parque del Retiro de Madrid, donde un hombre de 38 años, veterano de las modernas guerras de Bosnia y el Libano, ha muerto sentado a la sombra de una acacia centenaria cuando una de sus ramas de más de 400 kg., se desgajó del árbol y le aplastó.

    Dicho lo anterior, no vamos a caer en la tentación de lo fácil y decir como un columnista de un periódico de tirada nacional, que justifica este suceso como algo achacable a la fatalidad, ya que “estas cosas pasan porque estamos sometidos a lo que no comprendemos.” Es bastante normal que un profano se olvide que los árboles son seres vivos, y como tales les llegue el momento crítico de su vida de acercarse a la muerte, y en ese estado, como son de ese grupo de seres vivos que no pueden moverse, van muriendo poco a poco de pie. Porque ese dicho de que “los árboles mueren de pie”, no es el título aparente para una magnifica obra de Alejandro Casona, si no la realidad de la última fase de la vida de estos seres vivos. Pero mientras mueren de pie, se encuentran en tal estado de debilidad, que no soportan un brusco cambio climático y se desgajan sus ramas o se abate toda su estructura sobre el suelo por una ráfaga de viento, devolviendo al mismo la materia orgánica que este les prestó. Este ciclo que se hace visible continuamente, y que se produce de forma natural en el bosque, no puede adjudicarse a la fatalidad cuando se produce en un ambiente urbano, pues aquí los árboles han sido puestos por el hombre, y han descuidado que cuando alcanzan su edad crítica, caso de esta acacia y de muchos otros árboles centenarios, parte o la totalidad de ellos, con su caída, acaban destrozando coches, mobiliario urbano, viviendas e incluso, como en el caso que nos ocupa, vidas humanas. Este descuido es visible en muchos árboles plantados en las calles y parques de Madrid, en los que estos vegetan, en muchos casos, en condiciones que provocan conformaciones tortuosas, porque caprichosamente por los edificios circundantes, u otras especies de mayor porte, les convierten la mitad o más del día, en especies de sombra, cambiando totalmente su comportamiento.

--

    Ante la realidad anterior, no vamos a proponer que todos los árboles plantados en calles y Parques, sin los criterios de respetar la estacionalidad de cada especie, sean talados. Pero si que exista un control riguroso sobre su estado sanitario, y que todos aquellos con muestras notables de encontrarse afectados por enfermedades, propicios de ocasionar sucesos que afecten a la vida de las personas o naturaleza de las cosas, puedan ser apeados de su emplazamiento por el hombre. Acudir a la mala suerte para justificar un suceso como la muerte de una persona por la caída de la rama de un árbol centenario y enfermo, no deja de ser una irresponsabilidad, pues lo sucedido entra dentro de la previsible conservación a realizar para que esto no suceda.

    Cuando pasan cosas como estas, no estamos sometidos a lo que no comprendemos, sino que todo encaja en lo que los profesionales estamos obligados a saber, y a comunicar que es lo que hay que hacer, evitando que no se den las circunstancias favorables, para que esto no vuelva a suceder. En la vida de los árboles no hay nada oculto, esta todo muy reglado, mucho más en el caso de los árboles que están atados al terreno, y solo el hombre puede modificar su comportamiento. Por lo que es necesario que esta modificación no altere gravemente su vida vegetativa.