A cualquiera que utilice el color verde para definir un desierto, se le puede considerar como a un loco, pues a un desierto se le identifica más como un territorio en el que la clorofila brilla por su ausencia, incluso como aquel en el que la naturaleza de su arenoso y continuado suelo, no permite mantener ni la menor manifestación de cualquier tipo de vegetación. Pero el concepto que la palabra desierto nos trae a la memoria, en este caso, no es el arenoso suelo que se extiende, por los cuatro puntos cardinales, hasta el infinito. Nuestro desierto, en el que para merecer este nombre la evapotranspiración es mayor que la precipitación, es el desierto de Sonora, que está localizado en América del Norte, ocupando suelos de los estados de México y Estados Unidos, y dentro de este pais, una cuarta parte del estado de Arizona, en su zona sureste.

    Hasta en cuatro ocasiones habíamos visitado este desierto, siempre en los últimos meses del verano o primeros del otoño, en los que las altas temperaturas que se alcanzan, fueron un factor limitativo para podernos dar un largo paseo a la luz del día, sin estar preparados a soportar las altas temperaturas que se producen, próximas a los 50º C. Por ello, en nuestros cortos paseos, siempre encontrábamos a sus habitantes, es decir a su fauna, sin dejarse ver, protegida del calor por su abundante flora, o por las inclinadas pendientes de sus cordilleras, que generan algunos de los gradientes ambientales más impresionantes más impresionantes de toda la Tierra.

 

    En todas estas visitas, por sus condiciones climáticas extremas, llegamos a entender aquello de que “nada en este desierto es inofensivo a menos que esté muerto”, frase que en la película Los Profesionales pronunciaba Burt Lancaster. Pero nos resistíamos a que en tan bello paraje natural, en el que uno de los endemismos de su flora es el cactus conocido como Sahuaro, no fuera posible encontrarnos con cualquiera de las 80 especies de mamíferos. ó las 190 de aves, que se encuentran entre su fauna. En este escenario, cuyo fondo entre los sahuaros está ocupado por árboles achaparrados, de hojas pequeñas que dificultan la evapotranspiración, como los palos verdes, el palo-fierro y los mezquites, por lo que fue descrito como el desierto microfilo, con un matorral xerófilo con el mismo tipo de hoja, cuando al iniciarse el invierno boreal las temperaturas diurnas no superan los 25ºC, es cuando todos los actores de este desierto, recuperan el protagonismo que les corresponde.

    Nuestra última visita a este desierto ha coincidido con la llegada del presente invierno, y durante una semana hemos podido disfrutar en nuestros paseos de un desierto viviente, en el que aves y mamíferos han sido animadores activos de esta representación. Desde la javalina a los colibríes, se han cruzado por el suelo de nuestros paseos, y se han dejado ver por los horizontes que alcanzaban nuestra vista. Así todo el día, desde que las frías temperaturas nocturnas, inferiores a los 0ºC, se situaban al mediodía sobre los 20ºC.

 

    Ya podemos decir, a nivel de aficionado a la Naturaleza, que hemos conocido el desierto de Sonora, más como un bello paraje natural lleno de vida, que como un muro que separa México de los Estados Unidos, por el que cruzar la frontera, caminando por el desierto es peligroso, para los “sin papeles”, y puede terminar en muerte, como así dicen las octavillas que distintas ONGS reparten a uno y otro lado de la frontera. Es lamentable que estas advertencias no sean tomadas en cuenta, y que una media de 200 personas al año pierdan su vida en este desierto, buscando fuera de sus fronteras otro tipo de vida, aunque para ello haya que viajar por el infierno, ardiente de día y helado de noche.

    Es una pena, para los amantes de la Naturaleza, que el impactante paisaje de estos parajes, aunque inhóspitos, pueda ser motivo de muertes humanas, que buscan encontrar la felicidad. No es posible que la felicidad solo se alcance despues de cruzar por estos derroteros.